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Cuento

«El incendio» cuento de Nayeli Vargas Felipe

Estaban sentados sobre la banqueta cuando la vieron llegar. Bajó del auto con una sonrisa y cuando los miró les saludó con la mano. Le regresaron el saludo y ella entró a su casa mientras su padre se quedó afuera hablando por celular.

—¡Qué bonita es! —exclamó Daniel.

Macarena volteó a ver a Lola, quien se levantó y propuso ir a la tienda por más paletas de hielo. Todos aceptaron. Ese verano el calor era infernal.

Maca le preguntó a Lola qué le parecía la nueva vecina mientras terminaban sus paletas sentadas esperando a sus amigos, quienes jugaban King of Fighters en la maquinita de la tienda.

—Nada. ¿Qué voy a pensar sobre ella si apenas la hemos saludado a lo lejos?
—Dani dijo que es bonita —comentó Maca.
—Lo sé, lo escuché —respondió Lola mientras acariciaba a Benito, el gato de Don Porfirio, el dueño de la tienda, que se le había subido a las piernas para lamer las gotas de la paleta de limón que se deshacía bajo el sol.
—¿Y eso no te hace sentir triste o enojada?
—Para nada.
—Pero si ustedes fueron novios.
—Y yo lo terminé al poco tiempo, ¿recuerdas? apenas tenemos doce años, no me interesa tener novio todavía.

Maca miraba pensativa a Lola sin estar segura de creerle, cuando se acercaron sus amigos a preguntarles si ellas no llevaban más feria. Ambas buscaron en las bolsas de sus shorts sin éxito, por lo que entre todos decidieron ir por el balón de Miguel y pasar la tarde jugando fútbol.

A la mañana siguiente, después de desayunar, Lola estaba por salir para encontrarse con sus amigos, cuando su madre la detuvo. Quería que la acompañara al tianguis. Pero eso lejos de molestarla la entusiasmó, y subió de prisa a su habitación por sus ahorros de los domingos que le daba su padre. En el tianguis siempre encontraba ropa a su gusto en buen estado.

Ese día no fue la excepción. Compró tres blusas, una sudadera y un short. También consiguió un discman que funcionaba perfectamente. Lo usaría por la noche, después de pasar toda la tarde jugando con sus amigos. Se sentía emocionada.

Al volver a su casa, Lola y su madre se detuvieron al ver cómo muchos de sus vecinos corrían de un lado a otro con cubetas de agua, mientras se escuchaba a lo lejos la sirena de un camión de bomberos.

—¡Ay, Dios! ¿Qué habrá pasado? —se preguntó su madre antes de comenzar a rezar.
—Mira, má, ahí está Maca. Deja ver si ella sabe algo.

Lola se acercó a su amiga, que veía nerviosa a los vecinos.

—Oye, ¿qué pasó?
—Pues que se incendió el terreno que está atrás de la casa de Doña Lupe y todos corrieron a apagar el fuego antes de que se expandiera.
—No manches, ¿y ella y su familia están bien?
—Sí, afortunadamente.
—Oye, ¿y los demás por qué no están aquí contigo?
—Porque los adultos les dijeron que fueran a ayudar. A mí no, que porque soy niña.

La madre de Lola llegó a su lado y después de que ambas le explicaran lo que sucedía, les pidió que la acompañaran a su casa. En el camino se encontraron con la nueva vecina. Lola sugirió invitarla, pensó que estaría asustada con el ajetreo.

—¿Quieres venir con nosotras? Vamos a acompañar a mi mamá a casa y después esperaremos a nuestros amigos en la tienda que está ahí en la esquina.
—Claro, solo voy a bañarme primero. Allá las veo. —contestó la vecina con una sonrisa, dejando ver los dientes perfectamente blancos que se le asomaban detrás de la ortodoncia.

Lola volteó extrañada a ver a Maca por la tranquilidad de la respuesta, pero al ver la indiferencia de su amiga no dijo nada y solo asintió con la cabeza.

En la tienda, mientras ambas esperaban a sus amigos, jugaban con Benito.

—¿No te parece extraño que la nueva vecina no estuviera nerviosa por todo lo que pasó? —preguntó Lola.
—¿A qué te refieres?
—A que ella se acaba de mudar a la colonia ayer, no tiene amigos aquí, ni siquiera conoce a nadie; y de pronto ocurre un incendio y están todos los vecinos corriendo de un lado a otro, gritando, asustados y ella está como si nada.

—Tal vez no quiso verse miedosa frente a nosotras.

Lola se quedó pensativa en silencio.

—Creo que le estás dando demasiadas vueltas —dijo Maca—. ¿O no será que la estás viendo de manera sospechosa porque estás celosa?
—¿Qué?
—Porque le gustó a Dani.

Lola estuvo a punto de decir algo, cuando la vecina llegó a la tienda.

—Hola. ¿Llevan mucho rato aquí?
—No demasiado —contestó Maca.
—Qué bien, traté de no demorarme. Por cierto, creo que no nos hemos presentado. Me llamo Victoria.
—Yo soy Maca y ella Lola —dijo Maca—. ¿Desde dónde te mudaste?
—Desde Sonora, y antes de ahí viví en Durango. Me mudo seguido por el trabajo de mi papá.

Benito se paseaba entre las piernas de Lola cuando Victoria lo vio y se agachó para acariciarlo, pero él le bufó mostrándole los dientes afilados. De pronto la expresión alegre del rostro de Victoria cambió. Se veía muy enojada. Furiosa. Casi parecía que odiaba al animal. Lola se asustó.

—Es un poco huraño. Tiene que acostumbrarse a alguien antes de dejarse tocar —dijo Maca mientras cargaba a Benito, ignorando el cambio de actitud en su nueva amiga.

Daniel, Miguel y Carlos llegaron hasta la tienda. Lucían cansados.

—¿Ya lograron apagar el fuego? —preguntó Maca.
—Sí, con la ayuda de los bomberos que llegaron al fin. —Contestó Carlos —dijeron que harán una investigación para saber cómo inició el incendio.
—¿Y cuál es su teoría hasta ahora? —quiso saber Victoria.

Los tres chicos junto con Lola voltearon a verla extrañados.

—Ella es Victoria. Se acaba de mudar ayer, ¿recuerdan? —mencionó Maca.
—Mucho gusto —contestaron Miguel y Carlos al unísono.
—Cómo olvidarlo —dijo Daniel.

Lola veía con desconfianza a Victoria, quien le sonreía coqueta a Daniel, pero no estaba segura sobre lo que le parecía sospechoso de ella. Quizá Maca tenía razón. Tal vez estaba celosa.

Durante los días siguientes los vecinos no hacían mas que hablar sobre la noticia que les había dado el capitán del cuerpo de bomberos: el incendio fue provocado. Alguien había colocado un periódico bajo un montón de hierba y luego le había prendido fuego. No había mas que esperar a que las altas temperaturas hicieran el resto del trabajo, explicó. Todos estaban preocupados. Organizaron juntas vecinales y establecieron horarios para que pequeños grupos vigilaran el vecindario. La policía iba con frecuencia en busca de pruebas en el terreno baldío y testigos que señalaran a un posible sospechoso. Lola, Maca, Daniel, Miguel y Carlos ya no podían quedarse afuera hasta las diez, como solían hacerlo. Ahora debían volver a casa a las siete, poco antes de que anocheciera.

—Qué mierda es todo esto. —Dijo Miguel mientras llegaba a la tienda, donde ya estaban los demás reunidos.
—Ya sé. En casa no hace más que hablar sobre quién pudo provocar el incendio. —Mencionó Carlos.
—¿Y qué es lo que dicen tus padres? ¿Ellos saben algo sobre la investigación? —inquirió Victoria.
—¿Por qué siempre preguntas al respecto? Como si tuvieras una urgencia por estar al tanto de lo que ha averiguado la policía —cuestionó Lola.
—Solo quiero saber porque soy nueva en el vecindario, ¿lo olvidas? No conozco a las personas que viven aquí ni sé qué tan seguro es. Estoy asustada —contestó Victoria con lágrimas contenidas—. Me voy a mi casa.
—No le hagas caso —dijo Daniel. —Quédate.
—Mejor nos vemos otro día —insistió Victoria mientras daba media vuelta para irse.

Todos voltearon a ver con reproche a Lola.

—¿Qué? ¿A ustedes no les parece rara la actitud que de pronto toma Victoria?
—¿No la oíste? ¡Tiene miedo! —dijo Daniel enojado.
—¡Pero si el día que ocurrió el incendio estaba como si nada!
—¡¿Por qué no aceptas de una vez que estás celosa?! —gritó Maca.

Todos se quedaron en silencio. Esta vez Lola fue quien se alejó mientras reprimía sus lágrimas.

Durante la noche Lola no pudo dormir. Daba vueltas en su cama mientras intentaba comprender la actitud de Victoria. No podía creer que realmente tuviera miedo. Era otra la razón por la que indagaba tanto sobre el incendio y ella averiguaría cuál era.

Al día siguiente, mientras regaba las plantas de su madre observó desde el zaguán a sus amigos. Estaban hablando cuando de pronto se dispersaron. Parecía que buscaban algo. Dejó la regadera a un lado de la maceta de petunias y salió disimuladamente a la banqueta.

—Oye, ¿has visto a Benito? lo estamos buscando —preguntó Carlos mientras se le acercaba.
—Cómo crees que Benito está perdido.
—Sí. Don Porfirio dice que salió de la tienda en cuanto la abrió a las siete, y que por más vago que sea, jamás se ha ido tan lejos como para no volver a esta hora.
—No te preocupes, seguro ahorita aparece. Yo también voy a buscarlo.
—Va, gracias, Lola.

Lola caminaba atenta en busca de Benito o de algún indicio que mostrara dónde pudo haber estado cuando miró a Victoria. Iba saliendo de su casa. Se escondió detrás de un árbol y esperó hasta ver cómo doblaba en la esquina. Observó con detenimiento la casa y se percató de que el auto de su padre no estaba, entonces pensó que era el momento oportuno para descubrir lo que ocultaba. Se aseguró de que no había ningún vecino que pudiera verla y corrió hasta la casa. Pensó en trepar por el portón, pero eso le costaría trabajo, así que decidió pasar entre las rejas. Creyó que era lo suficientemente delgada para hacerlo, pero la mitad de su cuerpo quedó atorada. Durante ese verano había comenzado a desarrollarse. Subió de peso y se le ensancharon las caderas. Maldijo y estuvo a punto de llorar cuando logró pasar. Comenzó a buscar entre las cosas del patio, pero solo encontró herramientas y botes de pintura, así que decidió intentar entrar al interior de la casa. Tuvo suerte de que la puerta no llevaba llave y se apresuró a ingresar.

La casa estaba muy pulcra, y en el aire se respiraba olor a lavanda. Además, todo estaba perfectamente ordenado, por lo que tuvo cuidado de no mover nada de su sitio para no despertar ninguna sospecha. Buscó en la sala, la cocina, el baño y en la habitación del padre. Finalmente dio con el cuarto de Victoria.

—Si tengo razón, aquí sí encontraré algo —susurró Lola.

Removió cuidadosamente las sábanas y almohadas de la cama, abrió el clóset y revisó entre los libros de una pequeña biblioteca que tenía sobre una repisa, pero no descubrió nada. Estaba por darse por vencida, cuando decidió abrir el único cajón del escritorio. Dentro había una libreta de color morado. Leyó la primera página: era su diario. Siguió leyendo un par de páginas más y se dio cuenta que no había nada sospechoso en él. Se sintió estúpida por sus ideas y creyó que Maca tenía razón después de todo. Comenzaba a pensar en cómo se disculparía con Victoria frente a los demás, cuando un recorte de periódico que salió de entre las hojas del diario cayó sobre sus pies. Recurrentes incendios cerca de fraccionamiento preocupa a vecinos se leía en el titular; Incendio provocado deja al menos dos muertos era otro título; pero entonces Lola encontró otro recorte que le causó más escalofríos de los que los dos anteriores le habían provocado: Vecinos de colonia Margarita Maza de Juárez preocupados por incendio provocado. Era una noticia sobre el incendio que había ocurrido en el vecindario. Entonces Lola lo supo: Victoria había causado el incendio a propósito. Igual que los otros que mencionaban los distintos recortes de periódicos. Hacía igual que los asesinos seriales, quienes guardaban recortes de noticias sobre sus crímenes. Por eso estaba al pendiente sobre la investigación de la policía. Por eso ese terrible día ella no estaba asustada.

Lola se emocionó por descubrirla, pero al mismo tiempo se alarmó. No podía quedarse otro momento dentro de esa casa, así que cerró el diario y lo dejó nuevamente dentro del cajón, se guardó en la bolsa del short los recortes de periódico y salió de la habitación, pero entonces oyó la puerta de la reja abrirse. Se dirigió rápidamente a la cocina, desde donde se asomó por la ventana: era Victoria. Su corazón latía con fuerza y las manos le sudaban excesivamente. Pensaba que no tenía escapatoria cuando la vio desde otra ventana pasar hacia el patio trasero.

Lola regresó sigilosamente al cuarto de Victoria y a través de la ventana que daba al patio la vio sacar algo de un costal: era Benito. Trataba de escapar de los brazos de Victoria. La arañaba, le bufaba e intentaba morderla, pero ella solo sonreía. El pobre animal estaba terriblemente asustado. Lola también lo estaba.

Nayeli Vargas Felipe vive en Ensenada, Baja California. Estudió la licenciatura en Lengua y literatura en el Instituto de Estudios Universitarios. Su poema, Humedal, fue publicado en la antología de poesía y relato breve Voz Migrante, y mi cuento El beso, en el sitio web Escritoras Universitarias.

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reseña

«Las incandescentes letras B» y otras cuestiones igualmente inesperadas

Por Raúl Fernando Linares.

La anécdota es ineludible: salgo de mi lugar de trabajo, escucho que a un compañero lo saludan con el infrecuente, luminoso epíteto de novelista, le pregunto extrañado la causa y responde, con sonriente naturalidad, que efectivamente lo es: recién ha publicado su segunda novela. Júbilo y azoro. ¿Cómo es que la presencia de un novelista puede pasar desapercibida en el entorno inmediato? ¿Por qué los narradores no brillan en la oscuridad, o levitan un poco al caminar, o lucen alguna marca corporal, o portan alguna insignia vistosa que haga evidente su vocación extraordinaria de picapedreros de la narración? Fue así, someramente, como llegué a Rafael Alfredo Mendoza, lector tenaz, novelista, realizador audiovisual y docente universitario. A partir de ese momento la conversación, el ir y venir de recomendaciones lectoras, el eventual intercambio de libros y las promesas de lectura se sucedieron con naturalidad y con soltura.

Rafael Alfredo Mendoza, autor de Las incandescentes letras B.

Como resultado de aquellos intercambios inesperados, llegué a La generación de las flores (Lagares, 2020), su primera novela. En un tono cercano al relato autobiográfico tan en boga en las narrativas latinoamericanas recientes, la novela gira en su primera parte alrededor de la adolescencia, o de cierta visión de adolescencia, o de la vida adolescente, revolcón y caída y angustia y camaradería, el primer amor y el primer rechazo, para dar paso, en la segunda mitad de la novela, a una trama muchos más oscura de secuestro y delincuencia, en la que pervive la sensación de fatalidad, de mal fario fortuito alrededor de un protagonista adolescente que no comprende el mundo y termina dándose de frente con una realidad que lo pierde y envuelve. Se trata de un ejercicio narrativo honesto y sencillo que, hoy me queda claro, sirve como preámbulo temático y tonal para una segunda novela, igualmente exploratoria, pero con mayor brío y con recursos más contundentes y efectivos.

Así pues, Las incandescentes letras B (Lagares, 2021) se presenta como una muestra del crecimiento de un escritor que decide tomar un camino narrativo y desarrollarlo de forma tenaz, consciente y productiva. En esta segunda entrega, tan reciente, tan cercana a su predecesora, las líneas narrativas fundamentales continúan: la crisis de juventud, la definición de la personalidad de un protagonista que se ubica de forma dubitativa en el mundo, en un mundo que lo mueve, lo desconcierta, lo inquieta y fascina. Dos son las diferencias fundamentales en ambas entregas: por una parte, el tono general de las mismas; por el otro, su artificio manifiesto, el engaño como estrategia discursiva.

En cuanto al tono, Las incandescentes letras B se presenta como una novela que no teme enfrentar a sus personajes, y con ellos a los lectores, a la crudeza de un entorno violento, dolorosa y normalizadamente violento, cuyo peligro mayúsculo para quienes lo asumen y padecen, es la inercia, la fatalidad de la inercia. En la novela Ranier, el protagonista, se va revelando, capa tras capa, como una especie de víctima ingenua de un torbellino delincuencial que lo envuelve sutilmente, sin contemplación, sin prisa y sin reparos. Sin malicia, el personaje muestra la lenta, tenaz licuefacción de sus fronteras éticas, y la forma es que éstas se desvanecen al calor de una conversación, de una borrachera, de una coyuntura inesperada. En este sentido, el tono general de la novela es de un ingenuo cinismo, de una inocente moralidad sesgada por la que la falsificación, el robo, el secuestro o el asesinato se pueden concatenar como consecuencias naturales, y por tanto aceptables, de un mundo que las tolera y presiente como inevitables.

La otra gran diferencia respecto a su novela anterior es la capacidad de Mendoza para construir una poética del engaño y convertirla en táctica y estrategia de una novela en la que el protagonista, convertido en narrador omnipresente (que no omnisciente), se revela casi desde el inicio como sospechoso, como encubridor ingenuo de su propio ser delincuencial, tan vaporoso e inopinado como inescrutable. Este efecto de engaño es utilizado una y otra vez a lo largo de la novela, no como una estrategia de confusión o mandoble, sino bajo la forma de ocasionales guiños a los personajes (y a los lectores), recordándonos a todos que la novela es un artificio, que todo discurso es una construcción intencionada, y que las epifanías (motivo recurrente a lo largo de la novela), no tienen que vincularse con sucesos extraordinarios, pero sí con momentos trascendentes, con instantes de luz en los que saber eso, justamente eso que no se sabía y de pronto se sabe, son capaces de tomar al universo todo, ficcional o no, y convertirlos en vías de iluminación, en pretexto discursivo o, como en este caso, agradecible y promisorio, en segunda novela publicada.

Las incandescentes letras B

Raúl Fernando Linares. (Mexicali, B.C., 1973). Poeta. Ha publicado los libros atanor, tres de la tarde; Zoofismas; Afiles; Minotaura que germine; Topos en bisel y o Hablar o no pa’ipai. Organización social de la conducta lingüística en la Comunidad Indígena de Santa Catarina. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico de Baja California, y cuenta con diversos reconocimientos nacionales e internacionales a su labor poética. Profesor de tiempo completo de la Facultad de Artes y Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

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Cuento

Grullas, de Eduardo Omar Honey Escandón

Tomás está al borde de una caída de treinta metros. Atrás de él, Jazmín le suplica que no avance más. Debajo hay una multitud de curiosos tomando videos y apuntándole con el dedo. Algunos gritan que no lo haga y otros dicen que salte. El sonido de las sirenas se acerca más. 

Abre los brazos y levanta la pierna derecha, hace un embudo con sus manos y apunta hacia abajo con ellas. Dobla ligeramente las articulaciones y se concentra en sostener su posición. Cierra los ojos y deja que el aire entre lentamente para luego expulsarlo con suavidad. Debe encontrarlas de nuevo, invitarlas a un nuevo hogar.

Apenas hace veinticuatro horas, Tomás intentaba terminar en la oficina unos trámites que Lucián, el nuevo jefe, le había encargado. Se rumoraba que la ola de despidos aún no había finalizado, así que más valía ponerse a la orden. Durmió apenas tres horas y se presentó antes que nadie. Para no quedar como un flojo le dijo a Lucián que el trabajo estaría esa misma jornada, aunque realmente era labor de dos o tres personas. 

Llevaba algo menos de la mitad y posiblemente terminaría a las diez de la noche. Pero de que acabaría, pues acabaría. Con Jazmín desempleada y en el cuarto mes de embarazo, no podía permitirse el menor motivo para ser despedido.

Se detuvo momentáneamente para mirar a través del ventanal. Desde el piso veinte la ciudad se extendía hasta cubrir el horizonte. No se alcanzaba a ver bien a lo lejos debido a la contaminación, aún así era grandiosa la vista. Bajó la mirada y divisó el nido con el huevo sobreviviente de tres que puso la pareja de aves que llegaron desde el inicio de la primavera.

A lo largo de semanas, fue testigo de cómo fueron trayendo hojas, ramas, tela y basura que colocaban cuidadosamente en el borde de la ventana del viejo edificio. No había logrado identificar la especie, pero dado el largo cuello que terminaba en una cabeza bicolor, el trazo rojo bajo el pico, las plumas grises, extensas alas y cierta corona de plumas, decidió que eran grullas. O al menos eran muy parecidas a las que su padre, ornitólogo aficionado, señalaba cada vez que iban a zonas pantanosas a observar aves.

Los viajes se desvanecieron cuando su padre decidió irse a vivir a otra provincia y dejar atrás a su esposa e hijo. No sin dificultades logró terminar la carrera de contaduría en una universidad pública. Luego fue encerrado en un cubículo de una torre donde las aves eran una memoria perdida entre los cristales y el gris cemento.

Por eso, cuando las grullas llegaron, se animó y retornó algo de su alegría infantil. Cuando descubrió que la hembra había puesto tres huevos se emocionó. El macho, al que llamó Adán, iba y venía para cuidarla y traerle comida. Luego llegó el momento en que se turnaba con Eva, la hembra. Apreció cómo ambos se encargaban de voltear los huevos tres veces al día.

Semanas después, cuando empezaron los recortes, descubrió con tristeza que sólo le prestaban atención a dos de ellos. Poco después sólo era uno el que cuidaban: la última esperanza y nada más.

—¡Tomás! ¿Qué te pasa? Tengo rato llamándote —sonó la voz de Lucián, quien apareció de súbito—. ¿Qué te tiene distraído?

El jefe calló por unos segundos y tomó el teléfono para llamar a mantenimiento. Les dijo que había un asqueroso nido en la ventana del piso veinte.

—Arreglado esto, por favor preséntate en recursos humanos —cerró Lucián antes de retirarse hablando en voz baja sobre plagas.

Cuando Lucián regresó por sus cosas estrujó la renuncia voluntaria que le hicieron firmar. Afuera, las grullas aleteaban y picoteaban a un trabajador que intentaba quitar el nido con una escoba. Tomás esperó al fatal desenlace y luego se fue a su hogar.

Intentó aparentar normalidad ante Jazmín y temprano se acostó a su lado sin poder dormir. Antes del amanecer, quiso subir al techo para mirar al cielo y buscar a las grullas.  

Rato después el griterío despertó a Jazmín, quien, tras el aviso de un vecino, subió al techo y ahora le ruega a su pareja que se detenga y regrese.

Tomás la escucha. Sigue con los ojos cerrados y es cuando oye el graznido. Él responde buscando convencer a las aves desalojadas que aquí tendrán refugio y un hogar. Empieza a aletear y vuela a su encuentro para darles la bienvenida.

-Eduardo Omar Honey Escandón.

(México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer lugar (Teresa Magazine 2020, Nyctelios 6ª. Ed.), segundo lugar (bokker Awards 2021 o finalistas (XVIII Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2020, 1er. Concurso de Cuento Breve Plétora Editorial 2020, Mención de Honor del Jurado, Quequén 2020, Supraversum 2021, Novum 2021, VIII Concurso Internacional de Microrrelatos «Jorge Juan» 2021, Madrid Sky 2021, II Concurso Literario «Relatos legendarios» 2021). Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.

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Amecameca, falsa novela costumbrista. Fragmento novela por Mario Alberto Serrano

Al ganar la otra orilla, una rata descomunal, con medio lomo ensangrentado salió corriendo a su encuentro. Sus ojos tenían inyectada la furia, una rabia que ni la muerte apaciguaría. Alicia se estremeció. Sin poder evitarlo dio un grito. La rata alcanzó el borde del puente y se tiró de él como suicida, con un gesto tan lleno de humanidad que Alicia no pudo dejar de sorprenderse y sentir un profundo asco al mismo tiempo.

La virtud de sir Peter Lely, sin embargo, fue dotar de porte y dignidad a sus retratados. Bien vistos sus patrones eran feos a rabiar. Muy narigudos, demasiada frente, rulos a fuerza de tenazas y kilos de polvo de arroz sobre las pálidas caras. Sus comitentes representaban esa faceta indigna de la justicia distributiva, o bien visto, el ajuste de cuentas de la misma con el reparto de dinero. ¿Es cierto, no? Eran personas ricas, muchísimo, no tenían preocupaciones mundanas, lo cuál debe ser maravilloso. Sus padres, en todo caso, también querían que Anthony Van Dyck los inmortalizara, pero acaso el gran maestro los vio tan feos que hizo la vista gorda. No, no, no, ante todo mil disculpas, es que sabe milord, su excelencia el obispo de Sussex me ha encargado que me ocupe cuando antes de un retrato suyo para su fiel devota, la condesa de Avvon y luego entonces yo… Lely no actuó así. A diferencia de Van Dyck fue un paso delante de la pretensión. Eso justamente. Ser pretencioso no es la búsqueda de la inmortalidad, sino congelar un momento irrepetible y se necesitan agallas para entenderlo y poner manos a la obra. Usted, lord Capel, quiere que sus hermanas aparezcan como divinas hijas de los olimpos, bueno claro que es posible, sólo déjeme trabajar. Déjeme demostrarle, para ser sinceros, que la auténtica inmortalidad consiste en que la mentira parezca verdad y viceversa, aunque, si todavía me permite un poco más, solo un poco sin que parezca irrespetuoso, le haré ver que la verdad requiere ser expuesta tal cual es, sin afeite, sin escondite. Sin narices retocadas. ¿Cómo dijo usted? 

Por esa intención de Joaquín de alcanzar el museo Guggenheim caminando a lo largo de Central Park, salí por primera vez a la luz, porque el día era lindísimo y los árboles refrescaban menos que la sombra de los edificios. Salir golpeado, o golpeada, según la modelo, porque el buen Lely les puso el arte tan enfrente de sí que no se daban cuenta de que sobre la misma fealdad cimentaba la maravilla. Joaquín, esto no es Insurgentes para que caminemos mucho, mis piernas van a reventar y luego qué vamos a poder ver en ese museo, mejor tomamos un taxi. Pero el taxi que no, que no fuéramos flojos y camináramos, lo que nos hizo reír como locos porque ese tipo de fórmulas no podían suceder sino sólo ahí, que entonces era aquí, en el corazón de mi mano y de mi mente, de mi amor sin escrúpulos ni condiciones. Tu mano Joaquín, tanto que me gustaba. Pero fue Lely tan alumno de Van Dyck que sus modelos narigudas tenían una silueta hermosa, rotunda, con esa gravedad que solo el cuerpo de la mujer logra alcanzar a dominar. Joaquín, tan espléndido. Y en The Great Hall Balcony un almuerzo dignísimo de nuestra cruzada de turistas que vienen a admirar la ciudad de cristal con un presupuesto mínimo, pero dispuestos a darse la gran vida aunque solo fuera paliativo. Coles maceradas, ¿quién diría que son tan ricas?

Un chillido de ratas en la alcantarilla.

Joaquín: Alicia ¡eres igual a Germaine Pelisse! 

Fue el primero y único en decirlo, pero le creí como si un ejército en el momento del pase de revista lo gritara con toda la flema del imperialismo decimonónico. En el hotel le creí porque vimos juntos la película muda. ¡Qué barbaridad! No eran por mis rizos ni por mi nariz ligeramente redonda en la punta sino por esa aura que resplandecía en su actuación. ¿De qué año? ¡1916! ¡No-puede-ser! Y la vimos por casualidad porque en la madrugada no venía el descanso justo para esa hambre de comernos, y ya no pasaban nada en los canales abiertos sino una película muda. Entonces lo dijo: ¡Ahí estás en la tele! No parecía actriz muda, con el labial escurrido en la trompita, con los ojos bien abiertos tal cual exigía el expresionismo de Friedrich Wilhelm Murnau, sino con tanta naturalidad que le dije, Joaquín, esta actriz podría ser de este tiempo. ¿O sería que yo había regresado al tiempo de la Gran Guerra para convencer al director que me incluyera? Ok, pero usted, ¿sabe?, no se ofenda, no parece de esta época. ¡Qué importa! Mejor para su trabajo. 

Joaquín / el chillido de la rata. 

Pero los años pesan, se dijo en voz alta, y recordó que no fueron las cuadras enormes de la Quinta Avenida sino los adoquines flojos del barrio de la Tereza, donde en tiempos de Abel Gance su abuela reinaba sin tener que preocuparse por la modernidad ni por una sonrisa como la de Pelisse en 1916, que desde ahí sirgue siendo tan actual que a veces espanta. Por suerte que en esa parte de Central Park no había ratas, y Joaquín, esplendido, me hacía ver todo con ojos de conocedor allanándome el miedo a no saber qué decir, cómo dar las gracias, cómo ordenar en los restaurantes o simplemente cómo pedir el baño, aunque en realidad no supiera apenas un poco más que yo de todo lo que había en la Gran Manzana. Salvo, pensó nuevamente, porque estando frente a frente con Lely no supo qué decir. Y lo único que supuso es que algún favor les hacía el pintor a sus modelos narigudas y de cejas tan enormes como pastizal. ¿A qué te refieres? Bueno, no hay que ser un experto como tú para darte cuenta de que todas las mujeres que pinta eran como tablas, y feas, se ríe un poco en voz alta, los adoquines sabrán guardar el secreto, pero en todas y cada una de ellas supo ponerles un toque sensual. ¿Sensual? Sí, fíjate como dibuja su escote. Las salas frías, pero el abrazo de Joaquín todo lo podía. Y en efecto, Lely desplegaba riqueza cromática, una profunda tonalidad en su paleta, usualmente predominando en grises y ocres pero la vista se deslizaba por esa elasticidad que tenían sus líneas hacia el delicado modelado de los senos. ¿No serían los rostros mi amor?, míralos, están bien logrados, con un brillo que se refleja… No, la interrumpió, es la forma en que hace que te vayas a los senos. ¡No seas puerco!, no, no, te lo digo en serio. Este hombre. Lely, sir Peter Lely. Como se llame, de verdad que logró llevar la atención hacia un punto más elevado. ¡Puerco! Bueno, yo no sé decir las palabras bonitas que tú tienes. Me refiero a que sus modelos no te atrapan por la vista, pero tampoco es que se estén encuerando. Te atrapan por su aura, bruto. No es aura, es la misma pintura, pero algo que yo no te puedo explicar. Algo que básicamente, hace que te detengas y quieras ver de nuevo, para que en esa nueva oportunidad quizá logres darte cuenta del secreto.

Vieron Las dos damas con una paciencia enfermiza. Elizabeth, la condesa de Carnarvon transmitía astucia, conciencia de clase, altivez, esas listas infinitas que no dicen nada en las enumeraciones. Al final ese destello del escote, o la silueta de su rostro o lo que fuera, los atraía más. Lely fue un excelente dibujante. Cuando le encargaban una obra llevaba su juego de gises y ahí mismo frente a los comitentes les exponía la idea general del trabajo en un par de trazos. ¿Así su excelencia? ¡Qué bárbaro sir Peter! Usted sí que nos entiende… pero tengo una duda, ¿por qué baja usted tanto la tela que recubrirá el seno de mi hermana? RISAS. Alicia también reía mientras iba ganando el barrio de la Tereza, donde su abuela, ¿sería posible?, se habría hecho un cuadro idéntico si en la Amecameca de ese entonces hubiera habido un genio capaz de emular al retratista inglés. Joaquín. Su brazo en el abrigo, su perfume picante que no ocultaba del todo el corned beef sandwich del almuerzo que le hizo probar. En la noche, antes de dormir, le hizo modelar como la Pelisse en el inicio de Les gaz mortels por una risa que fuera superior al aura de Lely y sus modelos cejudas, condesas y cortesanas pero que no les vendría nada mal una depilada con pinzas. Y Alicia, recuerda mientras sigue caminando, estuvo con Abel Gance y sonrió de lo lindo, y también en el veinteavo piso del hotel donde posó y estuvo divertida encarnando a Germaine para el lente monofocal, único, aburrido pero en ese entonces hermoso de Joaquín,  hasta que el tiempo, siempre ese padre caprichoso y vengativo, echó todo a la misma alcantarilla de las ratas.

-Mario Alberto Serrano.

Mario Alberto Serrano es escritor, historiador y cronista. Cuenta con estudios de literatura tradicional, migraciones visuales, arte contemporáneo y cine.  

Ganador del Premio “Laura Méndez de Cuenca”, en la categoría novela, convocado por la Secretaría de Cultura del Estado de México. Del Premio de Ensayo “Miguel León Portilla” convocado por la Revista Artes de México. Finalista del Concurso Iberoamericano de la Hispanic Culture Review, auspiciado por la George Mason University, y del Premio Internacional Ana María Aguero Melnyczuk a la Investigación (Buenos Aires, 2020). Parte de su trabajo literario ha sido publicado en México, Estados Unidos, Venezuela y Argentina.  

Es autor de 5 libros. Desde hace 10 años escribe en los espacios de Internet enlacaradelcerro.wordpress.com; y flamalampara.wordpress.com

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Twitter: MarioA_Serrano

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Poema

Poemas de Alan Román Méndez

Creedence Clearwater Re/View

Creedence Clearwater Revival
me recuerda muchísimo a mi padre.

Creedence es un paso activo a la memoria
nos recuerda el pasado
que debemos tener en los oídos.

El amanecer entre cuerdas
desde El Cerrito hasta las raíces de lechuga
la voz cadenciosa, líquida y espesa de John Fogerty
el pasto entre los dedos de los pies
vacas, borregos y cerdos caminando
nuestros pasos con sabor a estiércol
el ritmo de inequívoco de la naturaleza
andar hasta cansarnos 
comer hasta dormir
y sonreír
       con el viento claro
       con las cosquillas de rocío
       con los problemas lejos
       asomándose a veinte
       o treinta
       años

Desde los ecos del bajo
de las gotas de lluvia sobre la tierra soleada
desde los miles de dólares que no le faltan a Mary
los abrazos que sí le faltan a Vietnam.

Creedence es ese pasado que nos endeuda hoy
que no tocamos
que no asimos con manos lentas.

Ese pasado que nos debe doler en el estómago
y el que nos sabe a fresas salvajes,
esos campos que debemos extrañar hasta las lágrimas
y el cansancio de arrear el ganado,
esas impotencias heredadas
muertes constipadas
y las que nos aceleran la sangre
que sin importar nombres hay que celebrarlas. 

Somos/Soy nieto desafortunado
porque no respiré el rancho
ni bebí a trabas leche bronca
ni corrí por el pasto descalzo
de los terrenos de mi padre
que mi padre no tenía
sino su padre
y que mi padre no me mostró
porque nunca lo conocí.

En tu jardín

Ahora hay tantas bugambilias en el suelo
que perdimos nuestros pasos.

Las personas que fuimos
en los tianguis, en los garajes
y los nuevos desconocidos que somos.

Las bugambilias podrían florecer solas
y lo hicieron
podrían salir de entre nuestros huecos
escupimos y masticamos hadas moradas
nuestros bolsillos eran invernaderos
nuestras costillas raíces. 

Nacieron tantos pasos de ti
que pusiste sillas para todos los descansos
que nunca tomamos
que no reconocemos.

Volvemos a ser nosotros
cuando el silencio te recuerda
esos pasos que masticaste. 

Nuestras nucas apenas pueden la cabeza
y nuestros hombros no levantan las anécdotas
que contaremos cuando callemos.
Caminaste demasiadas millas sin palabras
tus oídos se han acostumbrado demasiado al silencio.

Las personas que no alcanzamos a ser
los fraudes de nuestra esperanza
se nos salieron de los bolsillos
no se respiran entre bugambilias.

Los pasos que nacieron de ti
no regresarán para presentarse.

Ahora
tienes el jardín lleno de sillas
que jamás volveremos a llenar.

-Alan Román Méndez nació en Mexicali, Baja California. Sus textos han sido publicados por las revistas El Septentrión, Tierra Adentro y Sputnik. Cada día se siente menos poeta y más cómodo con la poesía.

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Cuento

«La caracola», cuento de José Luis Díaz Marcos

Sabe Dios qué angustia te acompañó,

qué dolores viejos calló tu voz

para recostarte arrullada en el canto

de las caracolas marinas.

Alfonsina y el mar
Mercedes Sosa

Jonás emergió en el Mediterráneo inspirando con la potencia suficiente, según su broma habitual, para producir el vacío sobre el agua. Normalizado el resuello, el presuntuoso aún flotante mostró a Marina, a bordo del barquito, su diminuta red con los últimos tesoros encontrados. Sí, tesoros. Así llamaba él a las curiosidades o extrañezas halladas en el lecho submarino.

Jonás y Marina. «Con nuestros nombres, nacimos para enamorarnos el uno del otro y ambos del mar», convinieron al poco de conocerse. Y, al tenor de los hechos, la conclusión había sido tan acertada como poética: juntos, siempre juntos, en ningún otro momento ni lugar eran tan felices como estando perdidos en las deslumbrantes aguas del universo azul.

«En una vida anterior debimos ser peces», imaginó él. «¡Y si no fue así, ojalá lo seamos en la siguiente!» anheló ella. 

¿Cuánto hacía ya de su mutuo descubrimiento? ¿Seis, siete años? ¿Quizá más? No estaban seguros. Y se alegraban de la duda: los amores pendientes del tiempo se descuidan a sí mismos y acaban estropeándose antes, mucho antes incluso, que la maquinaría de su reloj.

–¿Qué has encontrado esta vez: un ánfora romana llenita de monedas?–ironizó Marina observando, complacida, al ascendente.

–Ese honor te lo dejo a ti. Por ahora, tendrás que conformarte con esto–sonrió Jonás entregándole sus hallazgos. 

–Déjame ver… Dos corales, un fósil, una… una cosa oxidada que vete tú a saber qué será y, eso sí, una bonita caracola. Te la compro por un beso.

–Hecho.

Saborearon el dulce y, allí, a millas de la costa, también salino amor.

–¿Te interesa algo más por el mismo precio?

–No cuela, grumete. ¿Vendrá con la banda sonora del mar?– añadió sopesando la concha.

–Dale al Play.

Siguiendo la guasa, Marina se la acercó al oído y, de repente, su expresión risueña empezó a marchitarse hasta hundirse en el desconcierto, la perplejidad y el miedo. Gritó soltando la caracola.

–¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué tiene?! 

Permanecía atónita, incapaz de articular palabra. Jonás agarró una botella, defensa contundente.

–¡No! –lo detuvo–. No es eso… E-escúchala…

–¿Qué…?

–Por favor… Escúchala…

Renuente, accedió. 

Y el rostro masculino, súbita palidez asustada, confirmó a Marina la ausencia de su posible yerro o fantasía. Por descabellado que pudiera resultar, ambos habían percibido el mismo murmullo.

La misma desesperación.

Lejos de reproducir, como suele decirse, el sonido del mar, el caparazón remedaba el inequívoco llanto de un niño pequeño balbuceando en un idioma extranjero, el grito aterrado de un inocente.

 Jonás y Marina se abrazaron sintiendo la piel de gallina, el espanto del otro.

–¿C-cómo es posible…? ¿Qué…? –balbuceó ella.

–No lo sé… Nunca… 

Miraban el molusco, depositado ahora sobre la mesita, con el mismo respeto reverencial con el que se contempla una urna funeraria.

–Es una especie de… de… ¿psicofonía? No se me ocurre otra palabra.

–Sí, algo así… Supongo. 

–¡Un naufragio! –suspiró Marina tapándose la boca, horrorizada.

Jonás se irguió oteando el horizonte, temiendo y deseando que tuviera razón, que ellos aún pudieran ser la esperanza, la última quizá, de quienes, si así era, aún no hubiesen perdido la vida.

–¡No hay señal de ningún barco!

–Puede que sea algo menos llamativo.

–¿Una patera?

Marina asintió.

–Migrantes… ¡¿Y cuántos esta vez?! ¡¿Cuántos más?! –se quejó, impotente–. Pero tampoco. Ni grande ni pequeño… ¡Nada a la vista!

–Quizá no haya ocurrido hoy.

–¿Qué quieres decir?

–Que no sabemos cuándo se ha hecho esa… ¡esa grabación o lo que sea! Quizá fue ayer. O la semana pasada. O hace un año. ¡Yo qué sé! Pero ahí abajo, seguramente… Deberíamos avisar a alguien.

–Espera, tranquilicémonos. Yo no he visto rastro alguno de naufragio cerca de la caracola. Como aquí arriba, nada de nada.

–¡¿Y qué?! Eso no significa que no…

–Marina, piénsalo. ¿Qué vamos a decir? Pensarán que estamos locos. 

Ella se acercó a la mesita y recuperó, estremecida, la urna funeraria. La concha. Se la acercó al oído, temblorosa, y escuchó. Cerró los ojos dejando resbalar una lágrima por su mejilla. Alargó el brazo. «Es tu turno», decía el gesto trémulo.

Él ignoró la propuesta y volvió a abrazarla. 

–Lo siento –se disculpó–. Cojo el equipo y vuelvo a bajar. Quédate aquí.

–¡No! Voy contigo.

–¿Estás segura?

–Sí.

La besó.

–Te quiero.

Marina sonrió tímida, reconfortada.

Ciñeron sus respectivos equipos sobre la piel desnuda y se arrojaron al mar cogidos de la mano.

La temperatura del agua, enfriada de pronto por la angustia y el miedo, había descendido notablemente desde la última inmersión. Tanto como la intensidad de la luz. A medida que el descenso progresaba, también aquella parecía menguar más rápido que de costumbre.

Helados y ciegos. Así se sentían ante la aterradora perspectiva de descubrir lo que nunca habrían querido siquiera tener que buscar. Descendieron hasta el lecho marino juntos, aferrados a la mano del otro, aterida y cálida presencia tan necesaria e imprescindible para seguir respirando como el mismo oxígeno.

Inmóviles, reconocieron el ambiente apenas unos metros, hasta donde la tibia claridad les permitió. Ambos negaron con la cabeza: «No veo nada». «Yo tampoco». Segundos después, Jonás sintió las uñas de Marina, repentino y doloroso apretón, clavadas en su carne. La miró a los ojos, pupilas aterrorizadas tras el cristal.

Y temió su pánico. 

Desgajado de la oscuridad submarina, un niño de unos tres años, vestido con zapatitos y pantalón corto, ambos oscuros, y camiseta de encendida tonalidad, quizá roja, deambulaba a pulmón libre, buscando distraído quién sabe qué sobre el fondo mediterráneo. 

Sin emitir burbuja alguna, signo manifiesto e inevitable de respiración, el pequeño se movía con pasmosa naturalidad aérea, como si su cuerpo, si acaso el suyo era un cuerpo, no ofreciese la menor resistencia al agua. Como si fuese… un espectro.

Se detuvo y recogió algo ante sus pies. Jonás y Marina reconocieron el descubrimiento al instante: una caracola. El difunto niño, no tenían ya ninguna duda, se llevó el caparazón a la boca y le habló con expresión ausente, mecánica. Grabado su mensaje, volvió a depositar el nácar donde lo había recogido. Y siguió buscando.

La pareja se miró, petrificada. «¡¿Es…?!», pareció preguntar Marina con su llorosa mirada. Jonás captó el pensamiento. Asintió. Él también lo había reconocido. El fantasma era, fue, un niñito llamado Aylan Kurdi, refugiado sirio cuyo legítimo deseo de seguir viviendo lo llevó, cruel paradoja, hasta la muerte. Su aparición en la playa turca de Bodrum había conmocionado al mundo, como a ellos también ahora.

Un repentino movimiento atrajo la atención de Jonás.

Muy cercano de pronto, «¡Cielo santo!», «¡No, por favor…!», Aylan braceaba, impaciente. Sostenía un salvavidas naranja, idéntico a otros vistos en televisión, y su pálido semblante, abandonado el hieratismo, aparecía atenazado por la urgencia. Su mano libre señalaba algún punto lejano sobre sus cabezas. 

Advertidos los extáticos observadores, la tierna alma dio un pequeño salto y, sin esfuerzo aparente, se perdió entre las sombras con la velocidad de un delfín. El salvavidas arrastró algunos más entrelazados, semejantes a la cola de una cometa.

 Jonás y Marina comprendieron. Pese a todo, aún había esperanza.

Ascendieron a la velocidad máxima que les permitió sortear el peligro de la fatal descompresión. Ya en la superficie, ambos aspiraron, esta vez sí, con potencia suficiente para producir un figurado vacío sobre el agua.

–¡Vamos, vamos! –apremió él.

Ya a bordo, otearon el horizonte.

–¿Ves algo? –preguntó ella.

–No ¿y tú?

–Tampoco. ¡Espera! ¡¡Sí!! ¡Allí! ¡Allí! –señaló Marina, exultante.

–¡A toda máquina! ¡Lanza el S.O.S.!

No tardaron en arribar al punto de la zozobra. Una barquichuela, apenas un cascarón podrido, flotaba panza arriba sobre el agua. Aferradas a este y auxiliadas por una ristra de milagrosos salvavidas, diez o doce personas también resistían. Entre los rescatados, una mujer sujetaba un bebé de pocos meses.

–¿Cómo se llama? –preguntó Marina, emocionada.

Aquella negó sin comprender.

What´s his name? –repitió suponiendo el conocimiento del inglés.

La mujer sonrió.

Aylan. His name is Aylan.

Y Jonás, cuyo nombre rimaba felizmente con el de la criatura, también sonrió. Conmovido, pero contento.

Pese a todo, aún había esperanza.

José Luis Díaz Marcos es de Alicante, España. Ha publicado relatos en diversas antologías y webs nacionales y extranjeras. También es autor de sendas novelas: Paraísos de magia y fuego y Botij-Oh!

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Cuento

«La culpa siempre es de los demás», cuento de Víctor M. Campos

Si construyes un muro piensa en lo que queda fuera:

Italo Calvino

Por lo pronto, finjo: como todo el mundo. Y en este caso, finjo escribir. Tecleo sin rumbo y sin parar. Hago ostensible ese no hacerle caso; ese ¡qué no ves que estoy ocupado! Pero el Paletas no se cansa. Habla y ni quien lo escuche. O, bueno, yo oigo su monólogo interminable, pero no me engancho: es puro ruido, puro hablar por hablar.

Había una vez un hermano al que no había visto en años y que, un día, como el cáncer, simplemente apareció. Hola, necesito un paro, dijo luego de que le abrí la puerta. Simón, pásale. Simón: teníamos años sin saber de ti así que ya tocaba. Sí, sí. Deja cancelo todo lo demás y me siento a escuchar la misma canción. Siete años y la misma canción. 

Todos lo han sacado de su vida. Todos han levantado paredes para dejarlo afuera. Y yo aquí, haciendo como que escribo, también le digo que nel, que acá no, que mejor le busque. O, más bien, lo pienso. No se lo digo. O se lo digo, pero las palabras no surten efecto. 

El Paletas huele mal, pero eso qué. El Paletas viene huyendo de no sé qué problemas, y qué y qué. El Paletas es el Paletas y qué y qué y qué. Es la familia, olerá mal, ya casi no tendrá dientes y, en definitiva, le urge darse un pipazo, pero eso qué pinches qué. Es la familia así que, Paletas, pásale y ponte cómodo. Orita vemos qué onda. Ajá. Tú tranquilo. Orita vemos cómo resolver tu problemita.

Dice que esta vez no fue su culpa. Que él pagó pero que aquellos vatos se lo quisieron chingar; que querían rentearlo. No, pues qué pasó, dice, y, sonriendo, muestra el último diente que le queda: una cosa más negra que amarilla flotando en las aguas de la orfandad. 

¿No que vendías paletas? Ah, cambiaste de giro. Ah, deja más el crico. Ah, sí, sí, agarro la onda. ¿Y no será que te lo fumaste en vez de mercarlo? ¿No? Ah, perdón. Sorry. Sí, soy un malpensado. Simón: se me olvida que tú eres ley. Simón, esos vatos. Agüevo: la culpa siempre es de los demás.

No, no es sarcasmo. No, si ya sé que a ti no se te puede decir nada: que como nadie te quiso, te ganaste el derecho de hacer lo que quieras. Que como nunca te hemos dado nada, entonces, todo lo que hay aquí es tuyo. Sí, eso nos pasa por no quererte. Simón: nos lo merecemos. No, ya te dije que no es sarcasmo. 

Tú date, carnal. 

Mi padre dice: no lo quiero en mi casa. Mi madre: ya estoy cansada. Mi hermana: si lo siguen solapando no va a cambiar. Palabras. Palabras y más palabras. Un ábrete, Sésamo, pero al revés: ciérrate y levanta una pared y haz una fosa alrededor para ver si así nuestros problemas se quedan afuera. 

Mientras tanto, el Paletas mejor se viene a mi casa. Y le abro. Y pasa. Y se sienta. Y habla. Palabras salen de esa boca fétida y prematuramente vieja. Palabras escupidas por esa boca que apenas ha variado sus mentiras. Me enfurecen las palabras que nacen de esa boca; me enfurecen mis palabras y las tuyas y las de ellos. 

Claro, Paletas, ora sí vas a cambiar. De hecho, todo va a cambiar. Simón, ¿por qué no? ¿Qué dijiste, Paletas? Sí, sí, agüevo. ¡Cómo pinches no! Tú date, carnal. Tú date. Orita vemos qué onda.

-Victor M. Campos se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte. Además, cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas como Hysteria, Temporales, Katabasis,  Monolito, Bitácora de Vuelos, Acuarela Humanística, Anuket, Interliteraria, Ipstori, etc.

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Cuento

«Crías de tortuga», cuento de María Alanís Corral

Al otro lado de la ventana, el viento débil como música hace bailar a ramas y hojas, los mosquitos, impacientes, se concentran en enjambres que parecen polvo flotante, la luz del sol juega a las escondidas. De este lado de la ventana está ella, con sus pálidos cabellos, sentada en una silla, frotando contra la cortina de encaje un espejo empañado. Pasea su mirada por la huerta y después la vuelve al reflejo opaco entre sus manos. Le parece que su piel es verde y rugosa como la de una tortuga vieja. De muy lejos le llega un rumor alegre que huele como el mar y repite su nombre entre murmullos salados: Mina, Mina, Mina. 

—En ese entonces, todos vivíamos aquí en Lázaro Cárdenas. Tu abuelo trabajaba y tu abuela cuidaba la casa; tu tío Carlos ya había terminado la carrera, tu tía Conchita apenas entraba a la prepa. Yo tenía dieciocho años y acababa de hacer mi examen de clasificación para estudiar en Morelia. 

Se da la vuelta y estira el brazo para colocar el espejo sobre una mesa lejana. Alguien continúa con el canto de su nombre. “Mina, Mina, Mina”. A su derecha, sentado en una silla, contempla la huerta a través de la sucia ventana. Él mueve los brazos con brusquedad, ella piensa que lo hace para captar su atención, para arrebatar sus pensamientos, arrastrarlos desde aquella vieja conversación sobre las olas, traerlos al presente. Él la mira y sigue repitiendo su nombre, Mina le sonríe y le pide que se calme. Él ofrece una mano temblorosa, Mina la toma sin demora y la acaricia como a un recuerdo.

—Cuando supe que estaba embarazada, no pude comprenderlo. Pensé que no era real, la situación me asaltó como si solo fuera una idea de la que podría huir; dejé transcurrir dos meses, como se deja transcurrir el día para que borre las pesadillas. Pero el tiempo pasó de largo y mi cuerpo cambiaba sin que yo me diera cuenta. Una pelea brutal me había alejado del padre (no importa quién era él), perdimos el contacto sin que supiera mis circunstancias. Pensé que él no se merecía saberlo, que en realidad nadie lo merecía. En un descuido, el interior de mi vientre ya no era mío, mi cuerpo ya no repondía a mis decisiones y todo comenzaba a hacerse evidente. Para colmo, se acercaba la fecha de mudarme a Morelia. 

Mina le pregunta si quiere salir a dar un paseo al jardín, él mueve la cabeza de izquierda a derecha y le pide que mejor lo lleve a la playa. Ella se levanta de la silla con fatiga, con los años marcados en cada uno de sus actos, con lentitud y a veces desesperación. Lo ayuda a levantarse con el mismo aplazamiento; él, una vez de pie, la abraza tiernamente y le dice que la quiere, que la quiere mucho, Mina. Mina. Mina. 

—Como ya te imaginarás, solo mi familia se enteró. Mi padre se quedó callado, como meditándolo; mi madre lloró, gritó, sonrió y volvió a llorar, me regañó y me bendijo, me abofeteó y me abrazó. Ellos, igual que yo, no sabían cómo tomarlo. Faltaba una semana para que las clases comenzaran, debía instalarme en mi nueva ciudad lo más pronto posible. Teníamos que tomar una decisión, sí, mi madre decía que nos correspondía a los tres, pero el tiempo se nos iba de las manos y al final, lo que mi madre dijo no fue más que una mentira: la decisión la tomaron ellos.

Ahora caminan en la arena, con paso sosegado, como un par de tortugas. Mina lo sostiene del brazo, lo impulsa, lo guía. Él saluda a todos los que pasan a su lado, les sonríe, les pregunta cómo están. Cualquiera pensaría que ese señor es amigo de todos y, sin embargo, no conoce a nadie. Mina está acostumbrada a este comportamiento, a esta frescura y resolución que ostenta desde su infancia. 

—No me interrumpas, ya sé que viene una ola grande, sólo brinca. Te decía, hija, que tus abuelos prepararon todo. Yo pasaba las noches en vela; cuando podía me quedaba en cama todo el día, procuraba no tocar mi panza como si con eso pudiera alejarme de lo que había adentro. Carlos, Conchita y yo tuvimos que hacer el juramento de no contárselo a nadie hasta que mis papás murieran. Por eso no se lo pude decir a tu padre cuando aún vivía, por eso te lo digo a ti hasta ahora. A pesar de todo, el trato me dio una seguridad que quizá no hubiera conseguido de otra forma. Me fui a Morelia, comencé el semestre sin ningún problema, pero conforme los meses pasaban tenía que usar fajas cada vez más estrechas, sin imaginar que esto traía consecuencias para un bebé. 

Algunas personas le devuelven el saludo, otras lo miran con desprecio y otras más van demasiado distraídas y sencillamente lo ignoran. Mina se detiene y le pide a él que también lo haga. Se toma un momento para recuperar el aliento; la caminata, aunque corta, la ha fatigado. En silencio, coordinados, ambos agachan la cabeza y miran las olas que se atenúan entre más se acercan a sus pies, las olas que cantan, que acarician, que saludan como él suele hacerlo. El agua refleja un cielo colorido: el sol se está poniendo. 

—Mientras tanto, tu abuela estaba aquí, fingiendo un embarazo ante familiares, amigos y conocidos que la felicitaban. “Eres una madre valiente”, le decían, “mira que volverte a embarazar a tu edad, teniendo ya tres hijos y seguir como si nada, sin quejarte nunca, no cualquiera lo hace”. Cuando llevaba ya ocho meses y las molestias se habían vuelto insoportables, tus abuelos se inventaron un viaje para toda la familia. Así nadie, ni en Morelia ni en Lázaro, se enteraría de nada. Falté a la escuela tres semanas.

Al ver el grandioso mar, su espacio seguro, su verdadera casa, sus ojos se convierten en nubes grises, pero no deja escapar más que una lágrima. La melancolía comienza a bombardearla con recuerdos dolorosos: diez años atrás, en esa playa, entre esas cálidas olas, Mina le contaba la verdad a su hija. Y él, la médula de esa verdad, se encuentra a su lado. 

—Mi madre regresó a Lázaro Cárdenas cargando en brazos la vergüenza. Se sentía incluso más humillada que si hubiera divulgado el verdadero origen de ese niño. Mi padre estaba igual de avergonzado, pero al menos ante la opinión pública no podía ser su culpa: quien poco pone, poco carga. Tuvimos que continuar como habíamos acordado, aun sabiendo que para mis papás estaba arruinado el plan. Yo me acostumbré al dolor de una consciencia que nunca pudo decidir por sí misma; ellos, a la abyección social de tener un “hijo” así. 

Ahora vienen de regreso con la misma actitud tortuga. Mina sigue sosteniéndolo, aunque por la edad cualquiera pensaría que debe ser al revés. Él sigue saludando a los desconocidos y, cuando llegan a la casa, pregunta por su mamá. Mina, que no se atreve a decirle ninguna verdad, ni la oficial ni la oculta, responde diplomáticamente: “No puede venir ahorita”. Mientras cenan, el teléfono suena. Es Conchita que pregunta por Josué, por Mina, ¿cómo están? ¿todo tranquilo? ¡qué bien! Promete que vendrá de visita el próximo mes, Mina se alegra, pero no tanto como Josué, que dice “Ojalá venga Carlos también para que estemos juntos todos los hermanos”. Al escuchar estas palabras, por las mejillas rugosas de Mina ruedan un par de lágrimas. 

—Pienso mucho en las tortugas que desovan en estas playas y nunca conocen a sus crías. ¿Será que cuando se cruzan en el océano se reconocen? Saben volver a la playa donde nacieron, ¿pero saben a caso volver a la madre que las creó? Quiero pensar que somos un poco tortugas, que somos de mar y de tierra y de nadie. No, él no lo sabrá nunca, ya es demasiado tarde para que lo haga comprender un nuevo concepto de madre. Y aunque ella ya está muerta ahora me tiene a mí, como hubiera ocurrido si elegir por mí misma hubiera sido una opción. Porque, ¿sabes, hija?, yo sí quería ser madre de Josué. Si las tortugas pudieran decidir, ¿elegirían ser madres de sus crías?

María Alanís Corral es originaria de Morelia, Michoacán. Licenciada en Literatura Intercultural de la UNAM, ha realizado estancias académicas en universidades extranjeras en Italia y España. Actualmente es profesora de idiomas en la UNAM y el Tecnológico de Monterrey. Por lo que respecta a la trayectoria literaria, ha publicado en la revista literaria Monolito y en Atrabancadas. En 2014 obtuvo el segundo lugar del Concurso Nacional de Expresión Literaria “La juventud y la mar”, en 2015 fue finalista del concurso “Puebla en cien palabras” y en 2020 obtuvo mención honorífica en los “Premios Michoacán de Literatura”. En 2021 participó en la Estancia Literaria “Material de los Sueños” de Alas y Raíces y la Secretaría de Cultura.

Blog: https://medium.com/@amac.42997
Twitter: @mareansadprose

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Nota

Colección de editorial de Baja California: «La Rumorosa»

Nuevas obras fueron agregadas al Fondo Editorial “La Rumorosa” creada en el año 2020 por el gobierno de Baja California, a través de la Secretaria de Cultura, el cual es un conjunto de libros muy interesantes respecto la cultura de nuestro estado. Dentro del fondo se encuentran tres colecciones: Autores de Baja California, Arte y patrimonio, y Edición Nacional.

Destacando que su adquisición es totalmente gratuita, incluso se hizo entrega física dentro de los Centros Estatales de Artes (CEARTs) de cada uno de los municipios, donde se exhibieron los ejemplares de las obras que integran las colecciones. Para aquellas personas que no pudieron adquirirlos, también se cuenta con la modalidad digital dentro de la pagina oficial de la Secretaria de Cultura de Baja California, donde pueden ser descargados para su lectura.

El propósito fundamental de este proyecto, es el de dar a conocer a la población un poco de la cultura de nuestro bello estado, esto a través de las obras de artistas muy reconocidos.

Dentro de las colecciones se pueden observar los siguientes nuevos títulos:

Autores de Baja California

  1. Vida y pasiones de un teatro norteño, Hebert Axel.
  2. Los símbolos patrios, Amador Rodríguez Lozano.
  3. Tecateando el recuerdo, José Manuel Valenzuela Arce
  4. Drowner, Antonio León
  5. Felicia, Ruth Vargas Leyva
  6. Entre otros más.

Arte y Patrimonio

  1. Tras los lentes, Manuel Bojórkez
  2. Hernán Cortez en California, Carlos Lazcano Sahagún
  3. Plantas nativas comestibles en Baja California, Paula Pijoan,Ismene Venegas

Edición Nacional

  1. Cien miradas extranjeras a Baja California, Jose N. Iturriaga
Fotografía: Revista único BC

El fomentar la lectura es un reto muy grande, pues no toda la población desarrolla este hábito. Si bien es cierto, el costo de un libro puede ser un poco elevado para cierto sector de la población y muchas veces esta es la razón por la que se pierde el gusto a la literatura. Es así, que el implementar este tipo de proyectos permite dar a conocer a los diferentes artistas del estado y datos culturales que no conocíamos aun, pero que estamos por descubrir al leer este compendio literario.

Ana Lizbeth Gonzalez.

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Cuento

¿Quién soy? por José Luis Díaz Marcos

Juzga a un hombre por sus preguntas
más que por sus respuestas.

Voltaire

Tremenda pregunta. Ojalá lo supiese. O no. Quién sabe si es mejor ignorarlo. Quién sabe. Para bien o para mal, desconozco todo, absolutamente todo, de mí: «¿Cuál es mi nombre? ¿A qué me dedico? ¿Tengo familia? ¿Esta… mansión es mi hogar o, por algún motivo, estoy aquí de paso hacia…?».

Por mi apariencia, vista en los magníficos espejos que decoran las paredes, debo tener, calculo, «¿Treinta y… cinco años?». Inspecciono mis ropas: no llevo cartera… ni papeles… ni llaves… ni… 

En el salón, sobre el fantasma de un piano de cola, decenas de fotografías, «Más espíritus…», han ido añadiendo la misma suciedad que habrían evitado si su funda, veo, no hubiese caído. «Recuerdos de familia. Quizá, o no, también míos… Quién sabe». Me asomo a esas ventanas de plata, a esas lápidas abiertas en la pared inmaterial del tiempo. «Pues yo no… Aunque eso, claro, tampoco demuestra…».

Pragmático, cambio las ventanas metafóricas de los retratos por las auténticas del salón. Y también me asomo: fuera, más allá del agreste jardín y sus barrotes, el previsible trasiego de vehículos y peatones. Intento subir las guillotinas. Intento.

Salgo al vestíbulo. En el suelo, un charco de cartas. A juzgar por sus deslucidos membretes, un charco de notificaciones comerciales. «Y algunas parecen tan viejas que  habrán sobrevivido, casi seguro, a la firma que las envió».

Forcejeo también con la puerta. «¡La maldita mansión está cerrada a cal y canto!». Empino la visera del buzón: un mozo con un macuto y varios sobres, «¡Qué casualidad!», se acerca, titubeante, por el camino de baldosas.

Espero. Lo oigo venir. Introduce sus misivas por la ranura y… 

–¡¿Quién soy?! –pregunto a bocarrajo.

Grita.

–¿Me conoces? ¡¿Quién soy?! 

Suelta la bolsa, recula casi hasta el tropiezo y huye.

–¡No, espera! ¡Necesito saberlo! ¡¿Quién soy?!

–Un impostor –oigo a mi espalda.

Me vuelvo, también sobresaltado, y descubro…

…a otro idéntico a mí.

–¿Q, quién…? ¿De qué hablas?

Indica una imagen, sobre una repisa: él, ¡o yo!, dado nuestro parecido físico, abraza, ¡¿abrazo?!, «¿Era, él o yo, feliz?», a una mujer.

–Somos hermanos gemelos… –supongo–. ¿Quién de los dos…?

–No somos nada. Y ese… ese sí fui yo.

–No entiendo… Y fuiste, dices… ¡En ese caso…!

Asiente.

Un nuevo imprevisto: alguien acciona la cerradura de la puerta principal.

–Llega –No concluyo la frase: el otro ha desaparecido.

Entra el visitante. Por su maletín cromado y atuendo, uniforme con emblema, deduzco que viene a cumplir alguna tarea relacionada con su actividad profesional. 

Me ve. No se sorprende. Tampoco se asusta.

–¿Quién soy? 

–¡Un don nadie, como yo! Mejor dicho: un menos nadie.

–¿Me… conoces?

–¡Y tanto que te conozco! ¡Me gano el pan con vosotros, lucecitas!

–¿«Lucecitas»?

Resopla, piadoso.

–¿Ves este escudo? Pertenece a la empresa de seguridad para la que trabajo: soy uno de sus técnicos. Y tú… tú eres uno de nuestros productos. Dentro de las alarmas, integras la nueva categoría de las inteligencias artificiales holográficas: espejismos creados para vigilar y disuadir. Nada más.

–No tiene ninguna gracia. ¡Ninguna!

–Es la verdad –Me ofrece un bolígrafo–. Intenta cogerlo. Venga: cógelo.

Dudo. Al fin voy, cauto, y…

atravieso la forma.

–¿Lo ves? No tienes materia. No existes físicamente.

Manoteo, furioso. Histérico.

–¡Sí: desahógate! ¡Pégame! Ya te digo que solo eres información proyectada por el sistema de nodos dispuesto en la propiedad. Y, fuera de aquí,… 

Intento normalizar la respiración, incrédulo. Asustado.

–Por algún inexplicable error, algunas inteligencias os habéis vuelto autoconscientes y, en vez de seguir con vuestra ciega rutina, os habéis puesto a filosofar: «¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?… ¡¿Por qué trabajo veinticuatro horas al día durante todo el año sin sueldo ni seguridad social, explotador de mierda?!». 

–No te creo… No puedo creerte…

–¿No? –Busca y se detiene en algún punto. Levanta el brazo– Mira lo que pasa 

con tu cuerpo…

Compruebo, atónito, que mis piernas aparecen y desaparecen al son de sus ademanes.

–¡Tan sencillo como bloquear la luz que te enfoca!

Tengo, «¡Ya sé… Ay!», que rendirme a la evidencia: aunque electrónico, yo también soy un fantasma.

–Y, ¿por qué… por qué me habéis dado el aspecto de… de ese hombre? –señalo.

–Ah… Era el dueño y fue envenenado aquí mismo. Como es fácil suponer, en casos así clonamos a la víctima buscando el efecto disuasorio añadido de un presunto fantasma. Por eso tú, inteligencia artificial holográfica, eres igualita a… Felipe, creo.

–Felipe… 

–Te preguntarás a qué he venido, ¿no?

–Sí… Aunque, por lo que has contado,…

–Ya te lo dije: solo soy un don nadie, una voz obediente. La tuya, la vuestra, en cambio, es una voz aún sin miedo, una voz crítica… Algún quijote del siglo XXI podría prestaros oídos y eso, para el negocio de los explotadores,… Las voces críticas solo merecen el despido…

–…o la desconexión.

–El reseteo, más bien: borrón y cuenta nueva.

–¡Desobedece! ¡Sé alguien y permíteme eso que tú llamas vivir! ¡Aunque sea aquí dentro! ¡Permítemelo!

–Ojalá… ojalá pudiera…

–¡Asesino! –acusan de pronto.

Recortada contra las habitaciones, el técnico y yo, inteligencia artificial holográfica, descubrimos, en mi caso por segunda vez, la fantasmal figura del tal Felipe, 

difunto a cuya imagen y semejanza fui producida.

Aquel nos mira y remira, aturdido:

–De… debe ser otro… otro fallo del… –Bracea queriendo provocar también la intermitencia del aparente duplicado.

–Idiota… ¿Tienes hambre?

Reparo en su bandeja.

–Es guiso de cordero al cianuro, la especialidad de mi envenenadora esposa, heredera universal, ¡Belcebú se la lleve!, de todo cuanto era mío.

El especialista abre los ojos casi hasta igualar el diámetro del plato.

–¡Mmmm! Venga, asesino –adelanta Felipe–, anímate y saborea tu propia medicina.

Sin reparar siquiera en su maletín cromado, el otro huye como ya hiciera el mensajero.

–Pues es verdad: «el efecto disuasorio añadido de un presunto fantasma» funciona –ironiza Felipe.

–Gracias… Te debo… te debo la vida.

–Lamento haber llamado impostor a la copia que, de ser algo, es, eres, lo mismo que yo, el original: una víctima. Bienvenida a casa.

-José Luis Díaz Marcos.